Estaba amaneciendo en Jerusalén cuando un grupo de mujeres se dirigió a la tumba de su amigo, de su maestr


Añoraban esos amaneceres sobre el lago de Tiberiades, cuando el amigo les gritaba para despertarles. Venía alegre, contento, risueño. Nunca supieron qué hacia ciertas noches en que se adentraba en la montaña. Sabían que iba a orar, a comunicarse con su Padre, según decía, pero el caso que siempre volvía distinto. Más alegre. Más sereno. Ese dorado sobre las aguas auguraba siempre un día nuevo, una esperanza nueva. La tranquilidad y serenidad de esos amaneceres era lo que ellas echaban añoraban hoy.
Su sorpresa fue grande. La piedra estaba removida. El cuerpo no estaba donde lo habían dejado. La sábana con la cual a duras penas le habían envuelto, estaba revuelta a la entrada de la cueva. Pero él no estaba. Desconcierto, pena, miedo, de todo les vino a la mente. Ya en Jerusalén no se respetaban ni siquiera los muertos. De repente un individuo de edad indefinida, les preguntó qué hacían buscando entre los muertos al que estaba vivo. ¿Vivo? Sí, vivo. El desconcierto fue mayor, pero a la vez, la alegría inmensa. Y la paz, esa paz que veían reflejada en las aguas del lago de Tiberíades cuando amanecía, ese color dorado que recordaba el trigo por recoger, esa paz, serenidad, alegría volvieron a sentirlo en ese momento pero con una intensidad como nunca antes lo habían experimentado y como nunca más lo volverían a sentir.

Han pasado cerca de dos mil años de ese amanecer. Aquellas mujeres, cada una con una historia triste, oscura, pecadora, con su relato y su experiencia transformaron el mundo.
Y sigue amaneciendo cada día. Todos nosotros podríamos identificarnos con alguna de aquellas mujeres. Tenemos miedo al futuro. Arrastramos penas y tristezas. El dolor nos ha mordido y desgarrado demasiado el alma y el cuerpo. Estamos desconcertados, solos, con miedo, con pocas esperanzas. Nuestros rostros reflejan las penas y tristezas de nuestro corazón.
También para nosotros ha salido el sol. Lo hace cada día. Y nos trasforma también a nosotros. La vida de aquellas mujeres se trasformó al saber y ver posteriormente que su amigo había vuelto a la vida.
Nosotros transformaremos nuestras vidas cuando sepamos reconocer en el rostro de los otros el dolor y lo intentemos remediar. Cuando reconozcamos la pena, y la intentemos mitigar. Cuando miremos a los ojos a los demás y sepamos reconocernos en ellos, con nuestras penas y tristezas, pero sobre todo luchando por compartir y construir nuestras alegrías y esperanzas.
Feliz fiesta de Pascua. Feliz vida compartida y vivida. Como lo hizo el carpintero de Nazaret al que conocían como Jesús, el hijo de José y María, la aldeana nazarena
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